
A los nueve años le hice a mi madre las famosas preguntas sobre la vida y la muerte. Ella trató de eludirme, pero fui insistente. Finalmente me confesó que la vida tenía un límite, que todos moriríamos tarde o temprano, no me lo dijo así exactamente, pero para mí la respuesta tuvo las consecuencias de una bomba molotov. Muchas noches pasé casi sin poder dormir, lloré mucho y me deprimí. Creo que todos pasamos por esa experiencia traumática, para algunos más que para otros, pero nadie pudo escapar de sus efectos.
Pasaron los años y ese tema, con la correspondiente preocupación, jamás me abandonó. Siempre me preguntaba, ¿cómo se había creado el mundo y hacia dónde nos dirigíamos?... Dios, la eternidad, ¿realmente existían?
Un día, al entrar a la adolescencia, me prestaron un libro y leí algo que puso en orden muchas ideas que estaban ensortijadas en mi mente.
Decía así: “Un ateo le dijo cierta vez a William Paley que no había Dios, y desafió al rector inglés a confutar este aserto. Paley extrajo su reloj del bolsillo, abrió la tapa y mostró la maquinaria al incrédulo, al tiempo que le decía: “Si yo dijera que todos estos escapes, ruedecillas y resortes se han hecho, se han acomodado con la disposición que guardan, y se han echado a andar, todo por su propia cuenta, ¿no dudaría usted de mi inteligencia? Pues mire usted las estrellas. Todas tienen su ruta y sus movimientos perfectamente determinados. La Tierra, los planetas alrededor del Sol y todo el sistema en perfecta coordinación. Se trasladan a más de un millón de kilómetros por día, sin embargo, no hay choques, no hay desorden, no hay confusión. Todo funciona bien, todo es gobernado. ¿Es más fácil creer que todo esto se hizo solo, o que lo hizo alguien?”
Entonces lo comprendí perfectamente y decidí el rumbo que tomaría. Esa decisión me trajo mucha paz. Este no es un tema más, es EL TEMA, después de todo, la vida entera gira en torno a estas preguntas y respuestas, ¿no es así?