
Siempre pienso, luego existo… y opino que no es muy bueno, ni recomendable, eso de caminar por las veredas de la ciudad, encerrados en una burbuja de yo- yo-yo. Lo más sanito y aconsejable, es mirar lo que nos rodea, a quienes pasan a nuestro lado. No estamos solos en el mundo, y por algo es así, para algo es así.
Hace tiempo que tengo esto bien claro, sin embargo, aunque me incomode reconocerlo, muchas veces me cruzo o paso cerca de alguna persona con dificultades físicas y con la excusa de “no sé bien qué hacer”, no hago nada. Espero a que otros aporten la ayuda necesaria o resuelvan el inconveniente. Siempre aparece alguien, menos mal… y me retiro con cierta molestia interior, un obstinado y persistente cargo de conciencia, la certeza de que una vez más fallé, que no cumplí.
A principio de este año, iba apurada hacia el centro comercial de la ciudad, cuando veo al otro lado de la calle un hombre ciego, esperando a que alguien le ayude a cruzar la calle. Miré hacia todos lados, ¡nadie cerca!, el corazón comenzó a latirme con fuerza, tenía miedo, sí, miedo a hacer algo incorrecto, a que me diga que así no se hacía o algo por el estilo. Me armé de coraje, crucé la calle, me puse al lado del hombre y le dije:
- -Señor, ¿necesita ayuda?
- -Sí, quiero trasponer la calle, me dijo
- -Bueno, usted dígame qué es lo que tengo que hacer, porque yo no tengo idea y no quiero molestarlo.
El hombre comenzó a reírse simpáticamente y dijo que no era tan complicado, que no me preocupara tanto. Mi labor consistiría en mantenerme a su lado hasta terminar el cruce, él haría el resto. Dicho esto, posó suavemente una mano sobre mi hombro y eso fue todo. Al final, seguía sonriendo, me agradeció y continuó solo adelante. Antes de marcharse me dijo, que lo importante era la disposición, no tanto así la actuación “perfecta”.
¡Qué liviana me sentía! , qué feliz… valió la pena salir del cascarón.
Con frecuencia sucede que cuando hacemos cosas por los demás, y dejamos por un momento de ocuparnos exclusivamente de lo propio, las soluciones, las salidas del laberinto donde nos hallamos estancados, se presentan en forma automática, mágica y sorprendente.
Esto no es algo que acabo de inventar o descubrir, las cosas vienen funcionando así hace muchísimo tiempo, creo que a Noé ya le pasaba lo mismo. Quizás muchos de nosotros lo sepamos, sólo que periódicamente lo olvidamos.